Nadie sabe de dónde viene el Flomp. Ni siquiera el pobre Flomp recuerda como llegó al bosque. Sus primeros recuerdos son despertarse con muchísima hambre en su cabaña de troncos una mañana soleada de otoño. Recuerda el olor de una tarta de nueces pecanas que descansaba sobre un tocón que hacía de mesa. Y recuerda zamparse dicho pastel de un bocado.
El Flomp había aceptado que sabía lo que sabía y que no sabía nada más. Ya hacía 15 otoños que vivía solo en su cabaña de troncos en el bosque. Se dedicaba a hacer lo que le pidiera el cuerpo. Si un día le apetecía nadar en el riachuelo, así lo hacía. Si otro día le apetecía comer manzanas, así lo hacía. El Flomp vivía una vida despreocupada y libre de curiosidad.
A pesar de no tener reglas ni rutinas, el Flomp hacía hincapié en bañarse cada tres días. Su cuerpo de dos metros de altura estaba cubierto de pelos rubios que parecían los hilos de una fregona. Razonablemente, si no se bañaba cada tres días, se le enredaban hojas, espinas, y pequeños animales que recolectaba sin querer durante sus paseos por el bosque. No usaba jabón, pero se remojaba en una cascada a cien pasos de distancia de su cabaña y se acostaba sobre el pasto para secarse al sol. Una vez seco, se peinaba con resina de pino para estar perfumado.
La vida transcurría de forma monótona y apacible y los primeros copos de nieve comenzaban a caer sobre el tejado de la cabaña de troncos del Flomp. Las ardillas ya no correteaban por las copas de los árboles. Y poco a poco el suelo del bosque pasaba del marrón rojizo de las hojas del otoño al blanco invernal de la nieve y el hielo. El Flomp alternaba entre dormir la siesta y mirar la nieve caer por la ventana de su cabaña de troncos.

Ese fué el último invierno tranquilo del Flomp. Algo, alguien golpeó la puerta de la cabaña de troncos. El Flomp, por primera vez, sintió miedo, curiosidad e intriga a la vez. Fue la primera vez que sudó en invierno.
– ¡Ayuda! ¡Alguien ha colocado una trampa para osos en el sendero del riachuelo! ¡Mi pie!
El Flomp sabía que algo, alguien estaba en apuros pero el pavor a lo desconocido lo tenía mudo, petrificado, paralizado. Juntó coraje y se acercó a la puerta mientras el desconocido seguía golpeando insistentemente. Colocó su oreja sobre las maderas frías y susurró…
– Soy el Flomp y le puedo ayudar si usted me promete que no me hará daño…
– ¡Sí! Se lo prometo… Por favor…
El crujido de la puerta de la cabaña de troncos del Flomp dio paso a un silencio tan escandaloso que calló los gritos de dolor de aquella leñadora que pedía ayuda al Flomp. En tres segundos, Léna procesó lo que estaba viendo, aceptó la situación, y decidió que curar su pierna era más importante que averiguar qué era aquello, aquél obelisco peludo que había atendido sus pedidos de ayuda.
El Flomp guió con su mano a Léna para que se sentara en su cama y con un gesto de sus ojos le pidió permiso para revisar la herida de su pierna.
– Mmm… Esto me hace acordar a la herida en la pata de un ciervo hace un par de otoños. Lo puedo curar pero necesito buscar musgo amarillo.
Léna no sabía qué decir. Simplemente asintió con la cabeza porque tampoco podía poner dos palabras juntas por el dolor. El Flomp cogió su bolso y salió hacia la nieve cerrando la puerta de la cabaña de troncos detrás de él. Léna apenas podía concentrarse en tratar de entender qué estaba sucediendo.
Al cabo de un rato, el Flomp regresó con un montón de musgo amarillo en su bolso. Sacó dos manojos, los agitó para quitarle la tierra y comenzó a masticarlos con cara de asco. Léna también puso cara de asco, pero solo porque presentía que aquella mezcla de musgo amarillo masticado y saliva de Flomp acabaría sobre su herida.
El Flomp escupió la masa amarillenta en la palma de su mano peluda y con las dos manos amasó una especie de disco que luego colocó sobre la herida de Léna. Su cara de asco se transformó en alivio y luego en asombro. Estaba contenta de no sentir más dolor pero le sorprendía que aquél mejunje insalubre hubiera dado resultado. El alivio fue tan grande que se quedó dormida al poco rato. El Flomp se sentó junto a ella para darle calor ya que al ser tan peludo no tenía ni necesitaba ninguna manta.
Léna durmió sin parar durante 4 días. Y su siguente recuerdo fue despertarse con mucha hambre y el olor a una deliciosa tarta de nueces pecanas que estaba sobre el tocón que hacía de mesa. Mientras masticaba casi sin respirar, miraba al Flomp, quien miraba a Léna. Cuando acabó de tragar el último bocado de tarta, dijo con convicción:
– Muchas gracias por tu ayuda, me llamo Léna. No sé qué o quién eres tú, pero te estaré agradecida por siempre. Ten por seguro que no le contaré a nadie sobre ti ni sobre tu cabaña.
El Flomp frunció el ceño y con mirada disgustada añadió:
– Yo soy el Flomp. De nada. ¿Volverás alguna vez?
Léna, sorprendida, le aseguró que lo vendría a visitar cada primavera, una vez que el hielo se haya derretido. Pero aunque el Flomp no le había pedido guardar el secreto, ella supo que el mundo no estaría listo para saber de la existencia del Flomp. Un ser tan excepcional y libre de la maldad del mundo exterior se merecía existir en paz.
Esa misma tarde, Léna, que ya podía andar sin problemas gracias al musgo amarillo, se despidió del Flomp. Antes de marcharse, como recuerdo y para darle las gracias, le dejó una foto que siempre llevaba consigo. Era una instantánea de la luna que había tomado cuando era pequeña.
– Regresaré en la primavera. Gracias de nuevo, Flomp.
El Flomp sonrió y saludó con la mano. Estaba contento de haber conocido algo, alguien nuevo y durante todo el invierno esperó con ansias el momento de reencontrarse con Léna. Desde ese día, además de bañarse cada tres días sin falta, se propuso conocer algo nuevo cada estación. La inesperada visita de Léna había despertado en el Flomp una curiosidad que no sabía que tenía y que ahora deseaba explorar.