Josué y Miguel: una amistad sobre ruedas

Josué y Miguel: una amistad sobre ruedas

Josué, un niño de 10 años con cabello castaño despeinado y ojos color avellana llenos de vivacidad, se encontraba en la ventana de su habitación, mirando hacia la oscuridad del bosque que rodeaba su nuevo hogar. Sus cuatro hermanas, Ana, María, Laura y Clara, ya dormían plácidamente en sus habitaciones. La casa, ubicada en una urbanización recién construida en las afueras de un pequeño pueblo, era espaciosa y luminosa, pero para Josué, era un lugar solitario.

Su familia se había mudado allí por el trabajo de su padre, un arquitecto que había sido contratado para diseñar nuevos proyectos en la zona. Su madre, enfermera, también había encontrado un trabajo en el pequeño centro de salud del pueblo. Josué, quien era un apasionado de la pelota, se sentía triste y frustrado. En su antiguo vecindario, tenía un grupo de amigos con los que jugaba todos los días, pero en este nuevo lugar, parecía que no había nadie de su edad con quien compartir su pasión.

Noche tras noche, Josué observaba la oscuridad desde su ventana, con la esperanza de ver alguna señal de vida. Una noche, mientras la luna brillaba tenuemente, vio una luz amarillenta en la cima de una colina al otro lado de la carretera que dividía el pueblo en dos. La luz era tenue, pero constante, como una luciérnaga gigante en la noche.

Al día siguiente, Josué no podía dejar de pensar en esa luz. Le preguntó a su padre si sabía de alguna casa nueva en esa zona, y su padre le confirmó que, efectivamente, se había construido una casa recientemente y que una familia se mudaría allí en breve.

Esa misma noche, Josué, con la esperanza de encontrar un nuevo amigo, decidió hacer señales con una linterna que le había prestado su madre. Apuntó la luz hacia la colina, esperando una respuesta. Sin embargo, no hubo respuesta. La luz en la colina permaneció inmóvil, como un ojo vigilante en la noche.

Al día siguiente, Josué, con el rostro abatido, le contó a su madre lo que había sucedido. Ella, con su voz suave y comprensiva, le dijo: «Hijo mío, es probable que esa familia aún no se haya instalado completamente. Es posible que no tengan una linterna a mano para responder a tus señales.»

Las palabras de su madre le dieron un poco de esperanza a Josué. Se aferró a la idea de que en esa casa podría haber un niño de su edad con quien jugar a la pelota. Su madre, como si le leyera la mente, le dijo: «Lo bueno es que quien vive allí es mi antigua amiga Luisa quien tiene un hijo de 11 años llamado Miguel. ¿Te gustaría que quedemos con ellos en el parque este fin de semana?»

Josué se llenó de alegría. La idea de conocer a un nuevo amigo lo emocionaba. El fin de semana llegó por fin, y Josué se dirigió al parque con su madre, ansioso por conocer a Miguel.

Josué y Miguel: una amistad sobre ruedas

Al llegar al parque, Josué vio a un niño sentado en una silla de ruedas. Era Miguel. Josué se sintió un poco decepcionado al principio, pensando que no podrían jugar a la pelota juntos. Sin embargo, Miguel le saludó con una sonrisa amplia y le dijo: «Hola, Josué. Me alegra conocerte.»

Josué, con un poco de timidez, le preguntó: «¿Y cómo vamos a jugar a la pelota?»

Miguel rió y le dijo: «No te preocupes, Josué. Yo también amo la pelota, y he encontrado una manera de jugar.» Miguel sacó de su bolsillo unos guantes de piel sin dedos y se los puso. Luego, le dijo a Josué: «Ve a la portería y te mostraré cómo juego.»

Josué, todavía incrédulo, se dirigió a la portería. Miguel se movió con una velocidad sorprendente en su silla de ruedas, controlando el balón con sus pies y la silla con sus manos con una destreza admirable. Sus giros eran rápidos y precisos, y sus patadas tan fuertes que a Josué le dolían las manos al atajar.

Josué, maravillado por la habilidad de Miguel, se acercó a él y le dio un fuerte abrazo. «Eres increíble, Miguel», le dijo. «Vamos a ser los mejores amigos.»

Desde ese día, Josué y Miguel se convirtieron en inseparables. Se reunían todos los fines de semana en el parque para jugar a la pelota, contarse chistes y compartir sus secretos. Por las noches, se hacían señales con linternas cada uno desde la ventana de su habitación. Su amistad era fuerte y verdadera.

Con el tiempo, la urbanización se fue poblando y cientos de nuevas familias llegaron al pueblo. Pero Josué y Miguel siguieron siendo amigos inseparables, a pesar de la llegada de nuevos niños de su edad. Su amistad era única y especial, y se aceptaban el uno al otro tal como eran.

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