Pelopaja no quiere ser pirata

Pelopaja no quiere ser pirata

Bartolomeo «Pelopaja» Visser nació bajo la cubierta de un cúter pirata de dos mástiles llamado «Slager». Su madre era una criada que se había unido a la tripulación del Slager en el puerto de Aruba. Su padre era el capitán del Slager, un pirata llamado Daan Visser, conocido en todo el Caribe como «Dedos de Oro» por sus numerosos anillos en cada dedo de las manos.

Pelopaja se crió entre balas de cañón, sables, baúles repletos de tesoros y canciones de piratas a la luz de la luna. Desde muy pequeño, su padre le había enseñado todo lo necesario para ser un pirata como corresponde: desde arrojar cuchillos a dianas hasta colgar de cuerdas con un sable en cada mano, e izar las velas y comandar el timón. Se podía decir que Pelopaja era un estudioso del arte de ser pirata.

A Pelopaja le gustaba la idea de continuar con la tradición familiar. Al fin y al cabo, desde su bisabuelo, don Teun Visser, pasando por su abuelo, el Capitán Émile Visser, y llegando a su padre, el gran Dedos de Oro, todos habían sido piratas. Por suerte, ya tenía lo más difícil de conseguir: un apodo que se había ganado al lavarse el pelo solamente con agua de mar. Sus cabellos rubios mezclados con la sal quedaban ásperos y tiesos, como un manojo de paja en la cabeza de Bartolomeo.

De todas formas, cuando Pelopaja pensaba en el futuro, no sentía la pasión que observaba en su padre cuando abordaba un carguero inglés hasta el mástil de té chino. Si bien sabía que ser un pirata de fama en el Caribe se le daría de mil maravillas, no era algo que le entusiasmara demasiado.

Una tarde tranquila, de esas en las que las velas no se izan, las banderas no ondean y las nubes parecen pegadas al cielo, Pelopaja, su madre y su padre comían sandía sentados en la cubierta del Slager.

—¿Qué sucede, Bartolomeo? —preguntó su madre.

—Sí, Pelopaja. He notado estos días que no lanzas los cuchillos como siempre… —agregó su padre.

—Sabes que siempre puedes contarnos lo que sea, tanto bueno como malo —continuó su madre.

—Es que esto de ser pirata… me gusta y se me da bien. Pero… —titubeó Pelopaja.

El padre de Pelopaja notó que algo abrumaba a su hijo y colocó su mano repleta de anillos de oro sobre su hombro.

—Hijo, quiero que me escuches con atención. Ser pirata se trata de libertad, de hacer lo que te plazca, de buscar la felicidad aunque los demás no estén de acuerdo con el camino que elijes caminar…

A Pelopaja se le llenaron los ojos de lágrimas y abrazó a su padre. La mamá se unió al abrazo familiar y así Pelopaja entendió que sus miedos y sus preocupaciones habían quedado atrás gracias al apoyo de su familia. Esa noche, Pelopaja durmió como una piedra y sintió que por fin descansaba como cuando era más pequeño.

A las pocas semanas, Pelopaja cumplió los 16 años y sus padres le dieron una noticia que cambiaría su vida. En vez de regalarle un sable, o una bandana, o unos pantalones, le dijeron que habían hecho los arreglos para que Pelopaja pasara un año en tierra firme para que pudiera explorar y conocer algo de mundo.

Pelopaja nunca se había imaginado una aventura así. Estaba sorprendido y ansioso a la vez. Y de inmediato se puso a imaginarse qué aventuras le esperarían. Esa misma tarde se encerró en su camarote a preparar un morral con todo lo necesario mientras su padre llevaba el cúter hacia el puerto de Tobago, una isla famosa por su rica cultura y su colorido carnaval.

Pelopaja no quiere ser pirata

Con el morral a sus pies, Pelopaja se paró desafiante en la proa del Slager, contemplando cómo el puerto de Tobago y los barcos allí atracados se acercaban en el horizonte. Se acercaba el momento de vivir sus propias aventuras en tierra firme. ¡Así podría descubrir lo que realmente le apasionaba!

—¡De prisa, hijo! Pronto se correrá la voz de que Dedos de Oro está aquí y las patrullas del Imperio no tardarán en intentar darme caza —exclamó su padre con premura.

Pelopaja abrazó a su madre y le prometió que sería cuidadoso. Acordaron escribirse a través de un marino mercante amigo de la familia que tocaba puerto en Tobago cada quince días. Su padre se acercó a él y lo saludó como se saludan los piratas, con un apretón de manos fuerte y bien sacudido. Luego, lo despeinó con la mano y le deseó suerte mientras le guiñaba el ojo y soltaba una carcajada nerviosa.

De un salto bajó del cúter al muelle del puerto y salió corriendo hacia el refugio que habían arreglado sus padres. Era importante que nadie supiera que era el hijo del gran Dedos de Oro, por su propia seguridad. Al otro lado de la isla, le esperaba un viejo carpintero que necesitaba un aprendiz. Años atrás Dedos de Oro le había ayudado a dejar la vida de pirata y ahora le estaba devolviendo el favor al hospedar a su hijo, Pelopaja, y darle trabajo.

El taller y la casa eran humildes y sencillos, pero Pelopaja estaba contento de comenzar esta nueva aventura en tierra firme. Con los días, fue aprendiendo del viejo carpintero a medida que ayudaba a lijar puertas, encolar patas a sillas y cortar listones para hacer camas. Si ser pirata se le daba bien a Pelopaja, esto de ser carpintero se le daba aún mejor.

La mayoría de los días acababa el trabajo al mediodía, y eso le daba tiempo para explorar la isla y conocer gente. Con el dinero que ganaba en la carpintería se compraba libros y los periódicos que llegaban de otros países. El mundo parecía un lugar vasto y complicado, y Pelopaja pensaba que era feliz en Tobago, haciendo cosas con madera y disfrutando de la vida.

Las primeras cartas que escribió a sus padres estaban llenas de noticias y detalles de sus pequeñas aventuras en la isla. Poco a poco, el primer año de la vida de Pelopaja en tierra firme se pasó volando. El día de su cumpleaños número 17, la inesperada noticia de la visita de sus padres le sorprendió gratamente. Antes de que llegaran, esta vez sigilosamente para evitar los rumores, organizó una cena preparada completamente por él, en una mesa y sillas construidas por él, dentro de una choza que él mismo construyó junto al taller del viejo carpintero.

Al llegar, los padres de Pelopaja quedaron boquabiertos y lo abrazaron con orgullo. ¡Menudo palacio te has montado, hijo mío! —gritó Dedos de Oro—. Ya estás listo para casarte —bromeó la madre de Pelopaja al probar la comida que había preparado. Esa noche cenaron y bebieron hasta pasada la madrugada. A pesar de las cartas, aún había mucho que contarse.

Esa visita fue la primera de muchas a lo largo de los siguientes años. Pelopaja siguió desarrollando sus habilidades como carpintero y leyendo sobre el mundo en sus ratos libres. Sus padres lo vieron convertirse en un hombre libre y feliz, y esto los hacía felices a ellos. A la vez, la tranquilidad y la belleza de Tobago hacían feliz a Pelopaja, quien esperaba con ansias las visitas de sus padres.

Al final, Pelopaja vivió una vida larga, tranquila y feliz. Con los años, se casó y tuvo hijos a quienes contarles historias de piratas y carpinteros. Eso sí, todos aprendieron lo más importante de ser un pirata de corazón: buscar la felicidad con libertad y sin miedo a equivocarse.

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